Los reyes Juan Carlos y Felipe en un acto oficial (Foto EFE).
Observo
con asombrado estupor, por emplear una fórmula del estilo “honda
satisfacción”, como los reiterados escándalos económicos del rey
Juan Carlos se mantienen al margen de la institución que usó para
llevar a cabo todos sus turbios negocios, sus trampas y sus mentiras.
Es más, me llama la atención, es una manera de hablar, como los
medios y los políticos se emplean a fondo en librar al rey Felipe de
toda sombra de sospecha.
Deberíamos
distinguir entre lo judicial y lo político. En el primer campo,
habrá que aclarar las posibles responsabilidades del exJefe del
Estado y la investigación ya nos llevará a quienes, junto a él,
puedan tener que vérselas con la justicia o no.
A mi
me interesa bastante más la cuestión política. Y en este apartado
distinguir entre el protagonista y la institución tiene muy poco
sentido. Primero porque toda la corrupción que se haya dado ha sido
posible porque se ha hecho usando la Corona como plataforma de
actuación y trinchera de defensa y, segundo, porque al tratarse de
una institución basada en la continuidad dinástica y no sometida a
elección, ni a posibilidad de cambio, una mancha de estas
características la pone en cuestión de manera absoluta.
Cualquier
mandatario surgido de las urnas y, por tanto, representante dela
voluntad popular puede ser inmediatamente (o casi) sustituido si es
descubierto con las manos en la masa. Con la Monarquía no sucede
así. Por tanto, la culpa no descansa sobre los hombros del
protagonista del acto corrupto sino de la propia institución.
Resulta
absolutamente increible que el actual rey Felipe no supiera nada de
lo que estaba sucediendo, que fuera espectador privilegiado del
acelerado enriquecimiento de su padre y todo le pareciera fruto de su
asignación presupuestaria, que viviera en medio de ese Patio de
Monipondio que ha resultado ser Zarzuela y sospechara. Visto desde
ahora el “caso Urdangarín” ya no parece otra cosa que una
franquicia más del gran negocio “juancarlista”. La resistencia
de la infanta Elena a aceptar su papel de apestada se entiende
perfectamente ahora. Con lo que pasaba en las plantas nobles, los
negocios del atlético Urdangarín no eran más que calderilla.
Así
las cosas, y hablando de política, no hay más alternativa que poner
en marcha una Comisión de Investigación Parlamentaria sobre la
cuestión. Y la cuestión no es Juan Carlos sino Monarquía. El rey
Felipe, que es quien ostenta la jefatura del Estado, es quien debe
disipar todas las sospechas alrededor de la institución que
representa. Por supuesto que debe convencernos de que él estaba al
margen de todo, aunque eso le deje en una posición de incapaz poco
fiable; pero además debe limpiar la imagen de la Corona. No lo tiene
fácil. Monarquía y democracia son esencialmente incompatibles. La
excepcionalidad que supone su convivencia debe basarse en una
ejemplaridad y una extraña conexión con la ciudadanía que es
imposible de mantener encadenando escándalos, ocultaciones y dudas
por resolver.
La
necesidad de consultar a la ciudadanía sobre la Monarquía es
inaplazable. No se trata de aprovechar lo que está pasando para
reclamar una República. Esta reclamación no necesita más
argumentos añadidos al principio de que en democracia nadie vale más
que nadie, ni tiene derechos diferentes. Se trata de que la Monarquía
ha desaprovechado la oportunidad que se les ha dado para convencernos
de su necesidad pese a ser la heredera de un dictador que, a sangre y
fuego, acabó con la democracia. Las cargas explosivas sobre sus
cimientos las han puesto ellos mismos. Las explicaciones del rey
Felipe ante una Comisión de Investigación son su última posición
de defensa. Puesto que no las dará, y puesto que no podemos votarle,
que se bote solo. Cuando la majestad desemboca en insignificacia, es
momento de preparar las maletas y evitarnos nuevos episodios de
asombro y estupor.
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